En su mayor parte, nuestro proceso de pensamiento es involuntario, automático y repetitivo. No es más que una especie de estática mental que no cumple ningún propósito real. Estrictamente hablando, no pensamos: el pensamiento es algo que nos sucede. Cuando decimos “yo pienso” está implícita la voluntad.
Implica que tenemos voz en el asunto, que podemos escoger. Sin embargo, en la mayoría de los casos no sucede así. La afirmación “yo pienso” es tan falsa como la de “yo digiero” o “yo circulo mi sangre”. La digestión sucede, la circulación sucede, el pensamiento sucede.
La voz de la mente tiene vida propia. La mayoría de las personas están a merced de esa voz, lo cual quiere decir que están poseídas por el pensamiento, por la mente. Y puesto que la mente está condicionada por el pasado, empuja a la persona a revivir el pasado una y otra vez. En Oriente utilizan la palabra karma para describir ese fenómeno. Claro está que no podemos saber eso cuando estamos identificados con esa voz. Si lo supiéramos, dejaríamos de estar poseídos porque la posesión ocurre cuando confundimos a la entidad poseedora con nosotros mismos, es decir, cuando nos convertimos en ella.
Durante miles de años, la humanidad se ha dejado poseer cada vez más de la mente, sin poder reconocer que esa entidad poseedora no es nuestro Ser. Fue a través de la identificación completa con la mente que surgió un falso sentido del ser: el ego.
La densidad del ego depende de nuestro grado (el de nuestra conciencia) de identificación con la mente y el pensamiento. El pensamiento es apenas un aspecto minúsculo de la totalidad de la conciencia, la totalidad de lo que somos.
El grado de identificación con la mente varía de persona a persona. Algunas personas disfrutan de períodos de libertad, por cortos que sean, y la paz, la alegría y el gusto por la vida que experimentan en esos momentos hacen que valga la pena vivir. Son también los momentos en los cuales afloran la creatividad, el amor y la compasión. Otras personas permanecen atrapadas en el estado egotista. Viven separadas de sí mismas, de los demás, y del mundo que las rodea. Reflejan la tensión en su rostro, en su ceño fruncido, o en la expresión ausente o fija de su mirada. El pensamiento absorbe la mayor parte de su atención, de tal manera que no ven ni oyen realmente a los demás. No están presentes en ninguna situación porque su atención está en el pasado o en el futuro, los cuales obviamente existen sólo en la mente como formas de pensamiento. O se relacionan con los demás a través de algún tipo de personaje al cual representan, de manera que no son ellas mismas.
La mayoría de las personas viven ajenas a su esencia, algunas hasta tal punto que casi todo el mundo reconoce la “falsedad” de sus comportamientos y sus interacciones, salvo quienes son igualmente falsos y los que están alienados de lo que realmente son.
Estar alienado significa no estar a gusto en ninguna situación o con ninguna persona, ni siquiera con uno mismo. Buscamos constantemente llegar a “casa” pero nunca nos sentimos en casa.
Algunos de los más grandes escritores del siglo veinte como Franz Kafka, Albert Camus, T.S. Eliot, y James Joyce, reconocieron en la enajenación el dilema universal de la existencia humana, el cual probablemente sintieron profundamente, de tal manera que pudieron expresarlo magistralmente a través de sus obras. No ofrecen una solución, pero nos muestran un reflejo del predicamento del ser humano para que podamos verlo más claramente. Reconocer ese predicamento es el primer paso para trascender.
(Una Nueva Tierra, Eckhart Tolle)