La historia de Tanzan y Ekido, dos monjes Zen que caminaban por un sendero rural anegado a causa de la lluvia ilustra maravillosamente la incapacidad o la falta de voluntad de la mente humana para dejar atrás el pasado. Cuando se acercaban a una aldea, tropezaron con una joven que trataba de cruzar el camino pero no quería enlodar su kimono de seda. Sin pensarlo dos veces, Tanzan la alzó y la pasó hasta el otro lado.
Los monjes continuaron caminando en silencio. Cinco horas después, estando ya muy cerca del templo donde se alojarían, Ekido no resistió más. “¿Por qué alzaste a esa muchacha para pasarla al otro lado del camino?” preguntó. “Los monjes no debemos hacer esas cosas”.
“Hace horas que descargué a la muchacha”, replicó Tazan. “¿Todavía llevas su peso encima?”
Imaginemos cómo sería la vida para alguien que viviera como Ekido todo el tiempo, incapaz de dejar atrás las situaciones del pasado, acumulando más y más cosas. Pues así es la vida para la mayoría de las personas de nuestro planeta. ¡Qué pesada es la carga del pasado que llevan en su mente!
El pasado vive en nosotros en forma de recuerdos, pero estos por sí mismos no representan un problema. De hecho, es gracias a la memoria que aprendemos del pasado y de nuestros errores.
Los recuerdos, es decir, los pensamientos del pasado, son problemáticos y se convierten en una carga únicamente cuando se apoderan por completo de nosotros y entran a formar parte de lo que somos. Nuestra personalidad, condicionada por el pasado, se convierte entonces en una cárcel. Los recuerdos están dotados de un sentido de ser, y nuestra historia se convierte en el ser que creemos ser. Ese “pequeño yo” es una ilusión que no nos permite ver nuestra verdadera identidad como Presencia sin forma y atemporal.
Sin embargo, nuestra historia está compuesta de recuerdos no solamente mentales sino también emocionales: emociones viejas que se reviven constantemente. Como en el caso del monje que cargó con el peso de su resentimiento durante cinco horas, alimentándolo con sus pensamientos, la mayoría de las personas cargan durante toda su vida una gran cantidad de equipaje innecesario, tanto mental como emocional. Se imponen limitaciones a través de sus agravios, sus lamentos, su hostilidad y su sentimiento de culpa. El pensamiento emocional pasa a ser la esencia de lo que son, de manera que se aferran a la vieja emoción porque fortalece su identidad.
Debido a esta tendencia a perpetuar las emociones viejas, casi todos los seres humanos llevan en su campo de energía un cúmulo de dolor emocional, el cual he denominado “el cuerpo del dolor”.
Sin embargo, tenemos el poder para no agrandar más nuestro cuerpo del dolor. Podemos aprender a romper la costumbre de acumular y perpetuar las emociones viejas “batiendo las alas” y absteniéndonos de vivir en el pasado, independientemente de si los sucesos ocurrieron el día anterior o hace treinta años. Podemos aprender a no mantener vivos en la mente los sucesos o las situaciones y a traer nuestra atención continuamente al momento puro y atemporal del presente, en lugar de obstinamos en fabricar películas mentales. Así, nuestra presencia pasa a ser nuestra identidad, desplazando a nuestros pensamientos y emociones.
No hay nada que haya sucedido en el pasado que nos impida estar en el presente; y si el pasado no puede impedimos estar en el presente, ¿Qué poder puede tener?
(Una Nueva Tierra, Eckhart Tolle)